Pues sí: resulta que hoy por la mañana,
apurando el paso para hacer algunas copias del material para mis
alumnos, me lo encontré sentado en la Plaza de España, frente a las escaleras
mecánicas de acceso a la estación de tren. En traje de faena, sobre una manta
arrugada y con su cartel-reclamo: “soi-un-probe-ombre-i-tengo-5-hijos-por-vafor-una-alludha”.
Me tocó verlo en el momento de la pausa, ese en el que los funcionarios se
toman las once: fumándose un cigarrillo y hablando de negocios por su móvil de
última generación. Inconscientemente eché un vistazo a sus zapatos. Y, sí, eran
más nuevos que los míos.
La sociedad ha convertido en negocio hasta
el hecho de hacerse viejo. Cualquier cosa vale: un buen experto en márketing
disfraza de amable hasta lo más odioso. Ésto es realmente hacer de la necesidad
virtud.
El descaro creciente no es cosa nueva. Allá
por el 2004, cuando todavía vivía en Frankfurt, una amiga me contó que esa
misma mañana había visto cómo una furgoneta “descargaba” a los mendigos de
Konstablerwache y los colocaba, uno a uno, en sus respectivas posiciones de
trabajo. Su testimonio explicaba cómo personas totalmente impedidas llegaban
cada día a la misma posición y se retiraban puntualmente en cuanto cerraban los
comercios.
Sin necesidad de salir de nuestras
fronteras, los que hemos tenido la fortuna de vivir en Madrid en algún momento
hemos oído el mismo discurso y la misma selección musical de cada uno de los
indigentes que entraban al metro a pedir limosna. Un discurso aprendido de
memoria con una música acompañada de un buen aparato de música: altavoces y
“sound-in-a-band” incluidos.
Y he aquí que, justo cuando estaba reflexionando sobre la
profesionalización de la mendicidad, apareció uno de los más habituales. Un
señor alto, de unos cincuenta y tantos, que siempre pide “una ayudeta” de forma
agresiva, acercándose para asaltar a su víctima con la intimidación y
propinando con insultos a quien no se la da.
-
Una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una
ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una
ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una
ayudeta, una ayudeta, una ayudeta, una ayudeta...
Acordándome del héroe de la bicicleta, le contesté con la misma moneda:
-
Dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela
a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a
mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a mí, dámela a
mí, dámela a mí, dámela a mí...
Al mendigo le dió tremendo ataque de risa.
Y con esto y un bizcocho, hasta mañana a las ocho.
Un abrazo desde Palma
Copyright Luisa Fernández Baladrón
Usted puede utilizar este enlace en su página, reenviar
este texto o distribuir el documento completo de forma GRATUITA y SIN
MODIFICARLO. No puede modificar, extraer o copiar este texto sin la autorización
de su autor.