La semana pasada, un conocido comentó ante un tercero que le iban a quitar
el cabestrillo.
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Pues,
prepárate! – Advirtió este último – A mi padre le inmovilizaron una vez el
brazo igual que a tí. Cuando le quitaron la escayola, el brazo se le había
injertado en el cuerpo y tuvieron que utilizar bisturí para separárselo del
tronco.
Semejante capacidad reproductiva me recordó a la historia de “dedos
verdes”: un relato terrorífico de mi amiga Bettina Estévez, en el que un dedo
cortado y enterrado en el jardín era capaz de generar una mano. O al mítico
centáuro de las montañas de Tesalia: mitad hombre, mitad caballo.
Qué práctico sería poder modificar el cuerpo a golpe de injerto! Dormirse con los tacones puestos y despertarse medio metro más alta; acercarse una foto a la cara y convertirse en modelo de Vichy; sentarse sobre el motor de un Ferrari y correr a doscientos cincuenta por hora; ponerse lentillas dobles y convertirse en un hombre-microscopio; pararse sobre un muelle y... chuing! Pero aun hay algo que sería muchísimo mejor que todo ésto: aprender al instante, con el sólo roce del libro con la piel. Sería realmente práctico para una generación que se ha acostumbrado a la ley del mínimo esfuerzo.
Allá por los años ochenta una amiga me dejó un artículo con una idea
revolucionaria: el aprendizaje por el contacto con la dermis. El autor sostenía
que la forma más efectiva de instruirse consistía en leer un tema con verdadera
atención... y echarse a dormir boca arriba, con el libro apoyado sobre la
frente. Mi amiga y yo, decididas a probar la eficacia del método, nos acostamos
a media tarde, después de dar una buena ojeada al tema de biología: “el sistema
muscular”. De la lección de aquella tarde aun me acuerdo ahora.
Eso sí, tanto mi amiga como yo tuvimos que estudiar el capítulo por el método tradicional del “empollón” al levantarnos de la siesta. Y es que, por muchas leyendas que nos cuenten, los injertos, de momento, para los manzanos.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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