Una alumnita de
seis años me ha preguntado si tenía hijos. “¿Ni un novio? ¿Ni
un perrito? ¿Vives sola, sola, sola? ¿No te sientes muy solita?”
Lo cierto es que
nunca me he sentido más acompañada que entre las paredes de este
piso. Asistida de la libertad de hacer, de escribir, de leer, de
pintar, de hablar con todo el mundo a través del ordenador o del
teléfono. Sin la limitación de tener que explicar en cada momento
cada detalle pretendidamente extraño. Como tomar té a todas horas o
desayunar tortilla de patatas. Dormir con la puerta de la habitación
abierta y sin haber conectado el despertador; despertarse cuando
comienza a hacerse de día. Enrollarse en una manta al salir de la
cama. Disfrutar de la ducha caliente. Estudiar o escribir hasta
tarde; pintar maragatos. Recibir a unos amigos en casa; leer juntos
un libro y hablar hasta tarde. Atar la bici a la puerta. Reírse como
un adolescente. Mantener una conversación por teléfono sin pensar a
quién molesta. Es asombrosa la calidez de esa compañía hecha de
lápices, libros, ordenador, té y calefacción.
Abandono es el
que se siente en la corte, cuando la comitiva no es la más adecuada.
En compañía de esos que consideran cada una de nuestras decisiones
un síntoma de locura. Con ese amigo que te aconseja un psiquiatra
porque has vuelto a cambiar de trabajo. Él, que ha desempeñado más
de treinta en su vida laboral. Él que se ha casado y divorciado y
vuelto a casar. Él que no visita a los hijos de su primer matrimonio
y se emperra en tener hijos del segundo por adopción.
Soledad es la
diferencia por razón de origen o de raza o de posición social. Es
ese chiste sin gracia sobre los nacidos en qué se yo qué sitio. Es
ese novio que te dice que, en el fondo, sigue enamorado de una chica
de quince años a la que nunca se atrevió a declararse hace más de
treinta. Es ese colega que te hace dudar sobre tu capacidad en el
trabajo; ese jefe que aprovecha su posición para vengarse de la
pesadumbre que pasó en su propia infancia. Es ese perro al que la
dirección de una escuela admite un día en un aula y que decide
orinarse justamente en tu zapato.
Pero en mi casa,
en estos cuatro muros, con una taza que huele a frambuesa y los pies
enfundados en zapatillas; un folio en blanco y una caja de colores;
en mi silla, con mi música y con mis libros no hay soledad, sino
sentido de pertenencia.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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