Los tiempos han cambiado y los niños exigen Ipods en lugar de jugar a la
pelota. Allá por el 2009, cenando con unos amigos, dos de ellos comentaron que
pertenecer a la clase media en España exigía entre tres y cuatro mil euros al
mes. Por primera vez oía una barrera en cifras entre dos clases sociales
teniendo la sensación de que la media estaba demasiado alta. Pero lo que
definitivamente me ha ido poniendo en mi lugar han sido las súplicas de los
pobres. Unas peticiones que, de un tiempo a esta parte, llevan cifras
concretas. Se acabó el simple “dame algo”: ahora el pobre se te acerca y te
pide cinco euros para una habitación o veinte euros para una medicina.
Hoy por la mañana he ido al supermercado. A ambos lados de la entrada había
sendas religiosas, ataviadas con su hábito gris. Una de ellas me dio un
papelito mientras me pedía que colaborase con ellas.
“Campaña de alimentos. Agradecemos su generosa aportación en costilleja,
lomo o carne variada, pescado congelado, jamón york, aceite de oliva, café en
grano natural”.
Un rápido vistazo al papel fue suficiente para percibir la falta de
pertenencia. Carne variada, aceite de oliva. Y la carne, ¿de solomillo? ¿y
champignones y una copita de Rioja? Todo esto me recuerda a un programa de
Anton Reixa, en el que un africano delgaducho, vestido de gallego, reivindicaba
el derecho fundamental de todo ser humano a comer marisco una vez al año.
Cada vez admiro más a mi santa madre, que fue capaz de convencernos del
poder de sus lentejas, de sus fabadas y sus guisos.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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