Pero luego vino el invierno. Y con él aquella misteriosa enfermedad que lo
obligó a permanecer en casa sin recibir a nadie. Y el dolor, aquél dolor agudo
que intentaba adormecer con todo el calor que podía soportar. Una mañana se
levantó curado, sin dolor, simplemente agradecido de volver a encontrarse bien.
Y empezó a llamar a sus amigos, a sus familiares. No existe ningún teléfono con
este número. No existe ningún teléfono con este número.
La calle era tranquila. Todo el pasaje. Y la travesía de al lado, incluso la avenida. Caminó hasta el centro comercial. Abierto veinticuatro horas, también en domingo. Todos aquellos turistas, todos aquellos idiomas. Entró en la librería y leyó una novela entera sin poder captar la atención del dependiente. Revisó las novedades. Subió a la planta de electrodomésticos y probó los móviles, los ordenadores, las impresoras. Vio su programa favorito en una enorme pantalla de cien pulgadas, rodeado de fondos con el mismo programa; sumergido en el universo cibernético, casi protagonista, rodeado de gente ajena. Debieron pasar horas antes de volver a casa.
Y entonces vio pasar a aquella joven, a aquella compañera del gimnasio. Qué
había sido de ella. Tanto tiempo sin verla. Estaba distinta, excesivamente
delgada y con la expresión lejana. La saludó, casi la tocó con la mano. Pero
ella no pareció haberlo visto. Siguió de frente, aprisa, muy aprisa.
Subió las escaleras de su finca y se sentó a la mesa con sus pinturas y sus
folios. Y dibujó, dibujó durante horas, hasta que volvió a hacerse de día y,
otra vez, de noche. Dónde están todos. Qué ha pasado con los amigos. Miró al
cuadro del vaso a medio terminar y se arropó en la manta para descansar un
poco. Qué extraño es este sitio. Con esas cajas blancas alrededor. Tan lineal y
tan simétrico. Había algo indescifrable en estas dimensiones tan exactas, tan
precisas que podrían hacerse coincidir las puntas si se doblase por la mitad. Se
durmió antes de desentrañar el entresijo.
Volvió en sí con la claridad del fanal, antes de que fuese de día. Y preparó la casa para las primeras visitas. Casi no recordaba nada del día anterior, de los años precedentes. Su pasado comenzaba a desvanecerse entre las proporciones de aquellos muros. Decidió poner al día su agenda. Se pasó horas escribiendo tarjetas, enviando mensajes y llamando a números de teléfono. Borrando y limpiando hasta elaborar una lista clara, reducida, de todos sus contactos. Se metió en la trama cibérnetica para averiguar el paradero de los desaparecidos. A dónde han ido todos éstos. Qué habrá sido de ellos.
Salió de nuevo a la calle. Otro día y otra hora, pero igualmente apacible.
Toda esa gente sin ruido; las tiendas sin música. Y, al doblar la esquina,
volvió a ver a la joven que solía encontrarse en el pabellón, cuando practicaba
spinning. Delgaducha y enjuta de rostro, con un insólito andar automático que
tambaleaba su delgadez de un lado a otro; retirando insistentemente hacia atrás
el pelo fino, vaporoso, casi quimérico. Daba pena verla. La saludó, a gritos,
pero ella corrió calle abajo, mezclándose entre la silenciosa multitud.
Volvió a casa, algo preocupado. Pero su desvelo se disipó con un buen plato de lentejas. Y preparó sus lecciones para el día siguiente.
A media noche volvió a despertarse. Revisó los tabiques, intentando
recordar su propio pasado, cada vez más distante. Recordó a la compañera del
gimnasio, flaca y presurosa. Y decidió consultar su nombre en internet.
“Laura Muñoz Estévez – 1970-2010. R.I.P. Tu
familia y amigos te recuerdan y ruegan una oración por tu alma.”
Dos metros más arriba, varios amigos cuentan
su última historia para rememorar al compañero fallecido. No queríamos meter
tus cenizas en un nicho, así que hemos construido un mausoleo para poder
rodearte de tus cuadros y tus libros.
Hoy no es jueves, pero le he cogido gusto al “throw back”. Santiago de Compostela, 1995, en la jura del Colegio de Abogados.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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