Hoy ha sido un día
especial: he sido la convidada de unos amigos.
A la animada mesa, con
manteles y centros, con cocina casera, unas cuantas personas y mis
amigos anfitriones, ocurrió algo que ya casi no se lleva: charlamos.
Una de esas conversaciones de antes en las que todo el mundo dice
exáctamente lo que piensa, incluso si sus opinión no es popular;
una plática en la que todos tienen algo que decir y en la que nadie
está equivocado. Con respeto, con educación, escuchando y sin
atropellarse; con esa deferencia y corrección que también parecen
obsoletas y que sirven, justamente, para poder permitirse decir lo
que uno piensa siempre y en todo momento, sin pedir disculpas por la
propia opinión ni exigir a los demás que cambien la suya. Un
anticipo de la Nochebuena.
Me recordó a aquellas
épocas en que la casa estaba llena; a las visitas inesperadas que se
quedaban toda la tarde; a las charlas con los amigos; a las comidas
familiares con sobremesas que se prolongaban hasta la cena.
En cierta comida de
familia, hace ya algunos años, alguien comenzó a destapar las
maldades de su juventud. Al parecer, unos parientes lejanos
veraneaban en cierto balneario del que eran algo así como
propietarios. Aprovechando la circunstancia de tener muchos amigos en
el pueblo, idearon una broma algo pesada para desquitarse con un
bañista arrogante: le hicieron creer que la Reina Isabel II iba a
visitar el pueblo y que él había sido elegido por los paisanos para
representarlos ante su majestad. Vistieron y peinaron con esmero a
una mujer del pueblo vecino a la que le colocaron una corona;
prepararon un carruaje y hasta pusieron una alfombra roja e
improvisaron un trono. Los lugareños, metidos en su papel, salieron
a la calle para recibir a su gobernante, ataviados con sus mejores
galas y aplaudiendo al paso del carro. El encopetado veraneante
preparó un pequeño discurso y hasta besó la mano de la supuesta
majestad, a la que recibió con flores y acompañó hasta el presunto
trono. Piénsese que, por aquél entonces, no había internet ni
televisión y sólo unos pocos leían el periódico.
Los preparativos duraron
varios días y la broma toda una tarde. Al día siguiente, cuando
abrieron las puertas del balneario, el turista se había marchado.
- Pues fíjate que nunca más volvimos a saber de él – Dijo la narradora con aire de desconcierto.- Debió sentarle mal.
Hoy, en una sociedad
ciento once años más experta, donde cada cual tiene su Iphone y ya
nadie se aprende un verso de memoria, historias como ésta pueden
parecer irreales. Y lo cierto es que, hace poco más de un siglo,
sólo unos cuantos conocían el aspecto de los gobernantes y las
noticias se transmitían, sobre todo, por esa radio a la que llamamos
Macuto.
La sociedad ha cambiado,
pero conversar sin WiFi sigue siendo cautivante.
En la foto mi abuela Luisa y mis tatarabuelos: Leandro y Cándida.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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