Me lo advirtieron hace años, cuando vine por primera vez a Palma, mucho
antes de haber vivido en Frankfurt o en Berna: el que viene a la isla, se
queda. No sé que tiene, pero hasta los más inquietos acabamos por echar raíces
en ella.
El caso es que, al principio, cuesta adaptarse. El carácter de estas
tierras se parece poco al del resto de España: es tranquilo, sin agitaciones ni
prisas; más reservado que el de otros lugares. Tengo muchos amigos en Mallorca,
pero casi todos forasteros: pocos mallorquines te abren las puertas de su casa.
Así que todos llegamos a la isla refunfuñando.
Pero luego empiezas a tomar el sol; a probar esa ensalada de tomate,
cebolla y pimiento que ponen con todo; te acostumbras a salir a la calle de
cualquier manera, sin que nadie se extrañe de la pinta que llevas, por muy
extraña que sea la pinta. Te acostumbras a la tranquilidad, a poder salir a la
calle a cualquier hora del día o de la noche; a poder ir a todas partes en
bicicleta sin más percance que el de un agente municipal que te llama la
atención por circular sobre la acera. Y, cuando te quieres dar cuenta, eres un
colgado más: un nuevo adicto al Mediterraneo.
Desde aqui, muchas gracias a Mallorca y a todos los mallorquines: sois unos
maestros del saber vivir.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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