De repente, la gente ha empezado a exigir el sello de calidad, la marca de origen. Y cuanto menos tiempo ha dedicado el alumno en su vida al estudio más exige éste que su profesor sea autóctono y, preferentemente, joven. Es así como empleados de supermercado australianos, barrenderos parisinos, señoras de la limpieza belgas, lavanderas chinas y mendigos alemanes han accedido diréctamente al terreno de la docencia al poner el primer pie sobre el suelo español.
Muchos jóvenes “nativos” en alemán, educados en la isla de Mallorca, nunca han leído ni escrito absolutamente nada en este idioma. Por eso son incapaces de aprobar un examen oficial. Aun así, muchos imparten ese idioma en el que, ellos mismos, serían incapaces de superar un examen.
Los hispanos preparados han empezado a adaptar su producto al gusto del cliente. En los últimos tiempos, he conocido a un profesor de “California” que parecía más argentino que americano; a una profesora londinese cuyo acento era una mezcla de australiano con congoleño o a una profesora sudafricana que hablaba el inglés con un variable acento entre británico, americano y sudanés. La denominación de origen nos obliga a volver sobre nuestras experiencias, nuestra familia y nuestra nacionalidad.
Hoy he tenido una pequeña entrevista para un trabajo “extra” en una escuela. Clases de fin de semana o de últimísima hora de la tarde. La persona que me entrevistaba repitió varias veces durante la entrevista que en su escuela sólo podía contratar a nativos. Honestamente, si decidí continuar hasta el final esta charla de dos horas para una posición que daba por perdida fue, únicamente, por ganas de practicar el inglés.
A las tres de la tarde, cuando ya me marchaba a casa en mi bicicleta, la directora me comentó me preguntó si aun tenía interés en el trabajo. Fue entonces cuando ella misma propuso la aplicación al producto de los principios de Kottler:
- Busco a alguien como tú, pero vamos a tener que cambiar un poco tu biografía.
Ahora me llamo “Louise” y mi madre es inglesa de Hastings.
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