Fue hace algo más de un mes, cuando me
quedé perpleja ante el acordeón formativo de la gente que me rodeaba: sus
licenciaturas varias, sus doctorados múltiples, incluso su esmerada y perfecta
corrección. “Tu aprende y disfruta lo que puedas, pero de complejos nada que
cada uno tiene sus valores.”
Desde aquí, querida amiga Alicia Cáceres, quiero darte la razón. A veces, el exceso de titulación y de esmero puede restar esa espontaneidad y esa fuerza que tienen, normalmente, los letrados de nuestra tierra. Esa que tiene, por ejemplo, mi amigo Pedro Blanco Lodeiras, a quien ví hace muchos años defendiendo un caso en el juzgado con una rapidez mental y de palabra que habría dejado confundidos a muchos. O la que tienen mis amigas Betina Estévez y María Isasi cuando discuten sobre un tema jurídico. No siempre son los tres o cuatro doctorados internacionales, ni las ocho licenciaturas las que te dan la razón frente a otro que intenta quitártela.
La enorme especialización crea, a veces, situaciones extrañas. Como la de los abogados de “back office”, que dedican su vida laboral a corregir las comas y los puntos de los escritos, de las traducciones, de los informes de otros. Cada escrito pasa por mil manos; cada mano cambia un poco el escrito... hasta que vuelve a su autor convertido en un ser independiente, mayor de edad, al que no conoce ni su padre.
Desde
aquí, un abrazo enorme a mis queridos amigos los juristas españoles: sin
corrección, sin “back office”; a veces, incluso, sin secretaria. Maestros de la
improvisación, de la rapidez, de la mano izquierda; discípulos, sin saberlo,
del otrora fallecido Gonzalo Fernández de Córdoba, a quien Fernando el Católico
pidió cuentas de los gastos en que había incurrido en la campaña frente a los
franceses. No necesitó ni veinticuatro horas para presentar una explicación con la que enmudeció a los
tesoreros:
Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados;
por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento
cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen
el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las
campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil
ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas
pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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