Tuesday 30 September 2014

EL MUNDO DE IKEA

Ayer terminé a toda prisa la última clase. Había dejado la bicicleta aparcada en el portal, plegada por la mitad y sujeta con dos candados. Y tenía que llegar rápidamente al punto “I”: la tienda de móntatelo tú mismo en la que todos hemos estado alguna vez.

Fue toda una operación de logística llegar con los paquetes sanos y salvos. Y mucho esfuerzo subirlos al primero sin ascensor. Pero, al abrir la puerta, me olvidé del cansancio. Iluminado con la luz de las farolas que venía de la calle, el aluminio y el blanco de aquella cocina moderna en un piso antiguo y el color naranja del lavabo en el baño de azulejos blancos y azules, lo vi diferente: más bonito que nunca, con el espacio reubicado, como si alguien hubiese cambiado el baño de sitio con una varita mágica. Incluso aquella pequeña terraza había cobrado vida por la noche con la tranquilidad de la calle.

Abrí latas de refresco mientras armaba esos puzzles, con ayuda de unas extrañas hojas “chinas” de instrucciones,  sintiendo el brillo de las farolas de la calle. Qué sensación de aventura adolescente! Fue como volver a aquellas épocas en las que cada sábado era una interrogante. Encendí la radio y enchufé una lámpara de pie: todavía no he puesto las del techo. La vocalista de Silbermond vestía el ambiente de libertad juvenil, de diversidad cultural y indicio de nuevos acontecimientos; de la emoción de aquellas fiestas de la pubertad, del primer baile con mis compañeros del Elbio o de los paseos por la Costanera en las tardes de diciembre.

Me acordé de esos chiquitos, los que me regalan un dibujo en el que me pintan bailando la danza de los siete velos, con una estrella en el pecho o con la melena increíblemente larga, a pesar de que nunca he llevado el pelo por debajo de los hombros.  Me imaginé mis libros reunidos en el piso, el ordenador sobre la mesa y una pantalla sobre la pared. Sentí el olor del laurel y del cilantro de las futuras lentejas, a las que siempre echo algo de cayena.

Armé la mesa, las sillas, la cama; dejé la loza nueva en el armario. Y me olvidé del cansancio y de la lluvia; de la exigencia del trabajo y los niveles sociales; de todos esos rollos de jefes y subalternos y esas diferencias extrañas de trato, en las que uno trata de usted y el otro contesta tuteando. Ayer, en mi futuro hogar, ya de noche y sin más rumor que el de la radio, estaba en mi casa, en mi lugar seguro. En ese lugar que no sabe de normas ni de diferencias, en el que uno encuentra no ya tres, sino cientos de razones para estar agradecido.

Va por la libertad y la ausencia de imposiciones. Como decían los romanos, el derecho se detiene a la puerta de la casa.
 
 

 
Copyright Luisa Fernández Baladrón

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