Hoy ha sido un día delincuente: he madrugado para
encontrar un nuevo alumno. Conseguir un nuevo fichaje sin contar con
los fondos del Real Madrid se resume en las siguientes palabras:
entregar octavillas impresas con el PC a las puertas de los colegios
de Palma. Bajé el Carrer del Socors, para cumplir con mi objetivo,
poniéndome para ello al margen de la norma palmesana. Norma que
nunca habría osado incumplir el honrado salario de un decente
diputado.
Me coloco cerca de la puerta, en un punto discreto, molestando lo
mínimo.
- Buenos días! – le digo al papá que acompaña a su niño con una sonrisa, mientras le entrego la culpable octavilla con un transgresor brazo extendido.
La actitud malhechora ha sido un simparar: me fui a dar clases SIN
HABERLAS PREPARADO, después de haber luchado con temas varios y sin
haber dormido lo suficiente. Así, cual Caperucita paseando por el
bosque.
Y en esto recibo una llamada de la dirección de la escuela,
advirtiéndome de que tendría un control rutinario esta misma tarde
en la clase de los pequeños. Fue como una patada en la espinilla
propinada por el Justiciero de la Bicicleta. Preparar las clases de
los niños lleva un mundo de tiempo: todas exigen un montón de
juegos y de historias repensadas. Y, teniendo ya otras clases durante
el día, sólo puede tramar un pequeño esquema y bajar algunas fotos
de internet. Fotos que uso para introducir el vocabulario,
añadiéndoles el nombre con el Picassa. El resultado, por supuesto,
era previsible: mal, mal, mal... dicho en términos un poco más
británicos. Para colmo, llamé a una niña por un nombre que no era
el suyo. Cosa de la que yo ni me acordaba. Debí de hacerlo de forma
inconsciente, cumpliendo con lo que ya es tradición en la familia de
mi madre: llamar a cada hijo por los nombres de todos los demás
hasta agotar el cupo. El nombre correcto es, por supuesto, el último
que uno nombra (Pablodigocarlosdigorafadigogalidigoluisa...).
Collejas por doquier, propinadas por el ya popular bastón de papel
maché que acompaña al héroe del traje gualdo.
Con las orejas caídas me subí a la bicicleta para dar la última
clase del día en el otro centro de las Avenidas. Y, aun bajo los
efectos del veredicto volví a casa sin acordarme de recoger la
bicicleta: a pie, como el resto de los mortales sin dos ruedas.
Ya en casa, he decidido ser condescendiente y
hacer un balance muy diferente de mi propio día. Hoy he trabajado en
mantenimiento (arreglo de la casa), en artes gráficas (realización
de octavillas), en marketing directo (entrega de las octavillas ante
los colegios, acompañada de sonrisa y ayudando a las mamás a entrar
en el colegio las sillitas de los bebés), en administración y
secretariado (atención de llamadas y reorganización de las citas
que tenía para mañana por la tarde para poder atender a una reunión
de profesores), en velocipedismo (traslado en bicicleta a todas
partes de la ciudad, incluyendo la zona limítrofe de Son Fuster), en
psicología (alumnos quejosos que lloran a gusto) y, por si todo esto
fuera poco, he impartido cinco horas y media de clase. Así que
brindo por mí.
Y, como decíamos cuando jugábamos al “quedas” libro también
por todos mis amiguitos.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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