Dieciséis
es un año mágico. La edad con la que alguna que otra chica ya se
había puesto de largo y con la que algún amigo de la parroquia
conducía una Vespa roja. El año con el que superaba cuarto de
inglés y me presentaba, por primera vez, a mi primer examen-maratón
de la escuela de idiomas, aquello que llamaban “reválida”, con
traducción y fonética incluidos.
Un
verano estupendo en el que nos había dado por ponernos una cuerda
alrededor de la cabeza, emulando a una Bo Derek casi pasada de moda a
la que ninguna se parecía demasiado. El tiempo en que mi amiga
Alicia me invitó a ver cómo su padre dirigía a las gaviotas para
que hiciesen piruetas en el aire, mostrándoles un trozo de pan desde
la ventana de un sexto piso (¿...o era un séptimo?); el mismo en el
que habíamos descubierto una habitación secreta en el Instituto
Valle Inclán, siguiendo un pasillo, cuando alguien se había dejado
la puerta abierta. Allí hacíamos ejercicio y estudiábamos o
leíamos sin que nadie nos molestase. “The Mistery of the Spanish
Chest”. El título se prestaba.
Pero lo
mejor de esa época era la razón, el entusiasmo, la convicción de
que todo se podía. Nuestros objetivos, nuestras metas, la ausencia
de duda.
Treinta
y cuatro años y un par de frunces más tarde me he encontrado con el
mismo libro, en una colección anterior (“The Adventure of the
Christmas Pudding”), un amigo me ha regalado “Juan Salvador
Gaviota” y hasta voy a estrenar nuevo trabajo.
Vuelve
la motivación: el lunes cumplo treinta y cinco.
Copyright Luisa Fernández Baladrón
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